Texto que hizo parte de una conferencia presentada en la Semana de la Sociología (Universidad Santo Tomás, Bogotá, 26 de abril de 2017).
Mayo de 1995, es presentado en una gira El Dorado, segundo álbum de estudio de la banda bogotana de rock Aterciopelados. Aquel suceso marcaría un hito dentro de la cultura colombiana en medio de una generación de músicos que ese mismo año crearían de los trabajos más trascendentales de nuestra música popular. Allí se afirmaban la intención creativa que desde su álbum debut la banda quería proponer: mostrar que el rock y “lo alternativo” eran no sólo adaptables sino incluso creables desde las singularidades de la cultura colombiana. Eso sí, a pesar de la desprevención de los medios masivos, no era la primera vez que esto pasaba en el país, pero sí sería un momento en el que esa idea era promovida con contundencia dentro del rock y fuera de él, luego de tres décadas de insistencias similares.
¿Y es que acaso en tantos años ha habido un rock con atributos colombianos? Los veinte años de El Dorado y su trascendencia histórica nos invitan a discutir sobre qué tan rock ha sido aquello que se ha hecho en el país con instrumentación rockera y además qué tan colombiano ha podido ser aquello, no solo hace veinte o treinta años, sino en todas las cinco décadas que se ha hecho música rock en Colombia.
“La nueva ola es nacionalista”, titulaba en tono reivindicativo el diario El Tiempo a mediados de los años sesenta; “en términos prácticos, el rock colombiano no existe”, sentenciaba Eduardo Arias al empezar los noventa. ¿Por qué sí y por qué no? He ahí dos caras de una realidad musical que se ha movido entre la esperanza y la indiferencia, la visibilidad y la marginalidad, el pasado y el presente, lo global y lo local. He ahí la historia y sus vaivenes; he ahí el país, con sus desigualdades; he ahí la sociedad, ambigua e impetuosa, y claro, he ahí el rock, cíclico e imperfecto.
Con riesgos, creo que hubo en todo este tiempo un rock colombiano. Jamás fue continuo, ni plenamente popular, pero fue capaz de reflejar un tiempo, de acercarse a la sociedad que lo produjo e inclusive a ir más allá en su contexto, haciéndolo siempre a su modo y medida. Eso lo ha hecho colombiano en este medio siglo, por la capacidad que ha podido tener para volverse un agente de la historia nacional. No la historia institucional, esa sucesión temporal de dirigentes, partidos e instituciones, me refiero a la historia cotidiana, la que trascurre como drama, la que evidencia que las naciones no son un ente uniforme que va todo por el mismo cauce.
Rock colombiano fue el que nació de imitar en un mal inglés una canción de Elvis Presley en la voz de Gustavo “El Loko” Quintero. En esa canción primigenia, titulada “When My Blue Moon Turns To Gold Again”, el de Misisipi, tomaba un viejo tema hillbilly y lo ponía al servicio de un género musical urbano proyectado a nuevas generaciones; por su parte, su admirador antioqueño hizo muy poco rock and roll, pero al poco tiempo haría con los Teen Agers lo mismo de El Rey: hacer citadinas tradiciones sonoras campesinas.
Tras el Loko vendrían rockeros de tiempo completo también colombianos, en referencia a su lugar histórico, el de una generación joven, intermedia en el ciclo de la vida, que por primera vez se visibilizaba como actora política y consumidora; hijos de un país donde por primera vez la población urbana superaba a la rural, con sus consecuencias económicas, de consumo cultural y contacto mediático con el exterior; eran colombianos hastiados de la violencia partidista y también excluidos por el reajuste institucional que puso fin a aquello. En esa perspectiva, el rock de Los Ampex, The Time Machine y los primeros Speakers y Flippers era, aun con covers a la invasión británica, un rock bien colombiano, haya sido por moda o conciencia. Tan local como el “no-rock” que en todo aspecto pudo verse intimidado por la nueva generación: “el decoro de la patria está en peligro”, escribió el poeta Gonzalo Arango en una canción musicalizada Los Yetis.
Los hippies que al poco tiempo vendrían, también fueron el país. Lo fueron como moda y grito generacional y en su peculiar surgimiento, lo fueron en el descubrimiento creativo de que la música, aquí y afuera, resume una riqueza cultural que sólo es aprovechada por quienes la ven con juicio. Colombianos los coqueteos caribeños de Malanga y Terrón de Sueños, el ensamble pluriétnico y folclorista de La Columna de Fuego o las experimentaciones de La Banda Nueva y Génesis. Y estos últimos, profundamente autocríticos, apuntaron también su voz contra la indiferencia del medio hacia las injusticias sociales del país.
Por supuesto, aquel rock también fue colombiano por su tragedia, su letargo y hasta su inexistencia. Hace treinta y cinco años languidecía el rock por una sociedad excluyente, unos medios de divulgación cerrados y, justo es decirlo, por sus propios vicios. Pero si esta música era capaz de aportar a la riqueza cultural de Colombia, fue posible ver cómo las generaciones posteriores volvieron a revivir y a colombianizar el rock. Pocos conocieron las épocas anteriores del rock colombiano; pero también es muy enriquecedor ver cómo sus mismas hazañas se han repetido de modos tan asombrosos. A falta de rock and roll o psicodelia locales, bienvenidos fueron el new wave, el metal, el punk, el rock alternativo o la electrónica. Todos muy colombianos a su manera.
Colombiana cada cosa que le pasó acá al rock en los convulsionados ochenta: los sueños empresariales, con su correspondiente fracaso comercial, que hicieron posibles las sofisticadas discografías de Ship, Nash y Traphico; el hallazgo de recursos rockeros en el tango y la champeta por parte de Crash; la dura cotidianidad medellinense audible con Reencarnación y Kraken y luego visible en Rodrigo D; también de acá Virgilio Barco, ultrajado jefe de estado al que I.R.A. dedicó su primer sencillo; el metalero marginado al que Darkness reivindica; las ciudades cantadas por “Siloé”, “Río Bogotá” y “No ha pasado nada”; la alergia que la radio de 1988 sentía por la producción nacional, ante la cual Pasaporte respondió negando su origen durante los primeros días de promoción de “Igor y Penélope”.
De otro lugar era Enrique Tierno Galván, alcalde unánimemente admirado, protagonista del florecimiento cultural de Madrid hace treinta años, del cual el rock de su país dejaría obras muy recordadas y públicos muy fieles. De Colombia Andrés Pastrana, mediocre tele-alcalde que en el menos grave de sus desaciertos, alimentó en El Campín el mito de que acá había un rock fuerte y durable, del cual quedaron bandas cuya muerte nadie dolió y obras cuya reedición incompleta tardó años. Colombiano el terrorismo que en 1989 acabó con la actividad nocturna, los conciertos y las giras. Colombiana la farsa y su necesidad de desmontarla, como sentenciaba ese grupo bi-regional que era La Pestilencia. Colombiano llamar a tu banda Masacre o Fértil Miseria.
Luego y con un excepcional trabajo de continuidad, vino un proceso de aciertos y desaciertos, al igual que lo que ha sido el país en las últimas dos décadas. La diversidad nacional, la misma que por fin honraba la frágil Constitución del 91, alimentó a un rock que no pudo hacerse igual en ninguna otra parte del mundo. No lo supieron muchos, pero aquel espíritu coexistió en las denominaciones de origen Punk y Metal Medallo; en la iconografía callejera de los videoclips de “Bolero falaz”, “Ay, qué dolor”, “Ojos enfermos”, “Hay un daño en el baño” y “La juega”; en el horrendo triunfo paramilitar descrito en “El platanal”; en retratos urbanos únicos como “Candelaria”, “Cristo Rey” o “Vos sos todo lo que quiero”; en la capacidad de hallar su propia localía en el purismo de Estados Alterados o León Bruno; en la política pública hecha concierto de Altavoz y Rock al Parque; en los aprendizajes rockeros que descubrimos desde la televisión y la radio del Estado.
Y claro, también en las explosiones creativas que desde propuestas que trascendían el rock y la música en general, nos enseñaron que esto no es Lower East Side sino Chapinero, que no se puede tocar como The Cure cuando en la vida también se ha oído a Joe Arroyo, que la admiración por Jorge Veloza toma otros tonos cuando también se le dio play a Radiohead; que también un rockero tiene el derecho inalienable a renunciar a referencias folclóricas o tropicales que posiblemente nunca oyó. Así, a la colombiana, de esas claridades se hicieron productos admirados y reconocibles en el mundo, se hicieron grandes aciertos (claro, también se hizo tropipop, ese pastiche tan condenado a la colombianidad como Sábados Felices).
Más allá del merecidamente exitoso Dorado de Aterciopelados, el balance general es agridulce, como el de toda Colombia durante el último medio siglo. Pero en medio de las luchas diarias de un país así, el rock colombiano ha sido ciudadanía, creación en medio de la zozobra, identidad local y generacional de ocasión, diversidad histórica y supervivencia que responde a las oportunidades. Ha sido rock, ha sido colombiano y con la generación que nos dio un Dorado, hace veinte años tomó plena conciencia de ello.