Tómate esta botella conmigo…

Publicado originalmente en RBMA Radio Panamérika el 6 de agosto de 2012

Adiós a Chavela Vargas (1919-2012)

La leyenda. Llevaba diecisiete años prácticamente desaparecida. Dada por muerta por algunos, la encontraron en la barra de un bar casi como estaba la última vez que fue vista en público: borracha, triste, con el alma hecha la letra de su más desgarradora ranchera, brindando con extraños, llorando por los mismos dolores. Estaba casi igual que aquel terrible día de 1973 cuando se tomó tres botellas de tequila frente al féretro de José Alfredo Jiménez, su mecenas, maestro, compositor y ante todo, el descubridor de su talento. Hecha una historia igual a la de muchas de sus canciones, la Chavela volvería a ser escuchada. Daba igual que hubiera pasado el tiempo, ya que de malvivir estaba hecho su arte: su llanto que se seguiría haciendo música, su voz quebrada y aguardentosa, las historias de horror que habría vivido en los años de silencio, el recuerdo de “las flores, Llorona, las flores del camposanto…”

La mujer. Se van yendo de este mundo los últimos grandes iconos de la cultura latinoamericana del siglo XX que quedan vivos. El turno ahora, a sus 93 años, le correspondió a doña Isabel Vargas Lizano. Costarricense de nacimiento, sería adoptada por México cuando a sus diecisiete años (los mismos que duraría desaparecida) arribó a la Ciudad de los Palacios. Imaginémosla como la Macorina a que luego le cantaría, joven sobreviviente de un hostil mundo patriarcal, vendiendo cacharros en la calle, aseando elegantes casas ajenas, durmiendo en vecindades, debiendo negar en público sus preferencias sexuales. Huyendo de una dureza llegaba a otra, manteniendo con diario heroísmo las ilusiones de que la vida fuera un día diferente, a eso le apostaba cuando en la misma calle hacía lo que mejor podía hacer: cantar. “Vámonos donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal y vámonos alejados del mundo”. Y alejada del mundo desafió por donde quiso: subió muchachas a su brioso caballo (o a su Alfa Romeo, da igual), vistió como hombre, cantó como ranchero, fumó y se emborrachó por casi un siglo…

La cantante. Fueron muchos los gigantes cuyos versos serían sublimados por aquella voz rebelde: Álvaro Carrillo, Cuco Sánchez, Agustín Lara, Manuel Esperón. Y entre ellos, encontró a alguien que brillaría más que nadie, en la música y en su carrera, eso fue hace más de medio siglo en una acera de Insurgentes, cuando los dos gigantes compartían el gusto por el canto, el licor y la fatalidad. Por eso cuando ella cantaba, él se acercó a escucharla: José Alfredo, a punto de encumbrar por el mundo la música mexicana; Isabel, a punto de develar el lado más sórdido de aquel mismo sonido que dio fama a ese que la escuchaba. En esos mismos días en los que Jorge Negrete, Frida Kahlo y Pedro Infante se morían, nacía Chavela Vargas. Y en la música hizo simplemente lo que ya sabía hacer: ser rebelde, conmover, hablar cantando de ese valle de lágrimas del que ella misma estaba hecha. Así, se nos abría un alma en la que el despecho, las botellas bebidas, la encendida pasión por las mujeres y todo lo cantado era genuino.

Chavela, simplemente. Un mundo raro fue el que la revivió, un mundo en mucho distante de aquel mundo raro ante el cual ella se había rebelado. Sus homenajes venían del estado (Mexico y España); sus aplausos venían de Sabina, Calamaro, Almodóvar, el Grammy Latino, las películas de González Iñárritu; su adopción mexicana se expresaba en una iniciación al chamanismo; su homosexualidad era tolerada, reivindicada y celebrada. Y grande como ya era, murió el pasado 5 de agosto. Murió Chavela, quedan vivas la leyenda, la cantante y hasta la mujer. Sí, porque queda viva esa voz que nos conforta así: “Si tienes un hondo penar piensa en mí, si tienes ganas de llorar piensa en mí…”

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