Inédito, 12 de octubre de 2017
Cada día como este, en medios de comunicación y redes sociales, es frecuente un ejercicio generalmente predecible y otras veces falaz y contradictorio: reprochar el horror detrás de la Conquista de América. Pero entonces ¿Qué puede decirle esa fecha a nuestro presente?
No hay la menor duda de que la invasión europea a América fue un episodio cargado de violencia contra los pueblos nativos y contra su diversidad cultural. Según el derecho actual, desde 1492 y al menos durante un siglo después, hubo un auténtico genocidio contra la población indígena del continente, a causa de los enfrentamientos armados, la explotación económica y la propagación de nuevas enfermedades. Sin embargo, la denuncia que se hace en el presente de esa historia terrible carga algunas contradicciones en el discurso del denunciante. En este texto mencionaremos tres y unas conclusiones.
La primera contradicción es la obviedad histórica de esa denuncia: a pesar de que ésta suele venderse como un rechazo a la historia “que siempre nos han vendido”, la reclamación contra el exterminio indígena es una posición moral y política tan antigua como la Conquista misma. Los debates teológicos y la obra histórica del dominico Bartolomé de Las Casas, los apartados de protección al indio en el derecho colonial, la propaganda antiespañola de las potencias rivales, el deseo de justificar moralmente la Independencia, la fantasía elitista de que a América llegaron presos “en lugar de gente decente”… así es como durante siglos Occidente juzgó la violencia del invasor europeo, creando de paso un rasgo esencial de la historia política e intelectual de América Latina. Y hoy, como Colón y sus marineros, resultamos descubriendo un agua tibia que, más allá de nuestra ignorancia, siempre hemos tenido al otro lado del horizonte.
Hay una segunda contradicción mucho más compleja, la cual consiste en la legitimación del vencedor mediante una falsa exaltación del vencido ¿Cómo puede ser eso posible si criticar la Conquista parte de reconocer a los pueblos que fueron sometidos? Analicemos las consignas de algunas de esas críticas. Se indujo al colapso de “grandes civilizaciones”, se frenó el avance de “imperios poderosos”, se desoyó la sabiduría de los “hermanos mayores”, todo eso lo hemos dicho en un ingenuo ejercicio de desnaturalización del invadido, ya que con esas ideas convertimos a las sociedades indígenas en una masa uniforme de seres casi míticos, de relaciones sociales perfectas, poniéndolos en el escalafón más alto de un discurso colonial que asumió que el valor de los pueblos depende de su grado de organización social. No, el pasado americano no vale por sus supuestos sabios o sus estadistas, vale porque entonces hubo experiencias muy diversas de producción, de instituciones políticas y de pensamiento, es decir, hubo hombres y mujeres cuya simple condición humana ya debería inspirarnos respeto.
Sin embargo, cierto reclamo moral de la Conquista parte de generalizar o inventar un pasado prehispánico, donde resulta más legítimo llorar la pérdida de culturas que nos resulten lo más parecidas posible a la modernidad occidental. Por ejemplo, la gran mayoría de libros de divulgación resalta a los mayas y a los imperios mexica e incaico, desconociendo el pasado de todos los demás o apenas asomándose a él. Y cuando esta memoria se invoca, se falsea: supuestamente en 1492 ya existían las naciones actuales, con sus límites territoriales (el Señorío de Cuscatlán de los salvadoreños, el Reino de Quito de los ecuatorianos) o por lo menos se trataba de países exóticos, cuya representación es más propia de la literatura de Occidente que de su propia experiencia: el Arauco al que le canta Ercilla mientras piensa en La Ilíada o, más cerca nuestro, la reclamación que los cronistas de la Nueva Granda hicieron para su reino de una europeísima leyenda de El Dorado.
Una sorpresa en el rastreo de esos mitos de las culturas prehispánicas es que su origen está en los propios conquistadores, pues para ellos era necesario magnificar la importancia política de su empresa, para así obtener una recompensa lo suficientemente generosa de la Corona española. Posteriormente, los estados independientes del siglo XIX continuaron con la tarea, ahora por el deseo de invocar un pasado que superara la incómoda cuestión de limitarse a una herencia española recientemente repudiada. Así fue como con el truco racista de incluir unos pueblos (los más parecidos a los occidentales) y negar otros (los nómadas o los que desconocían la jerarquía y la propiedad), se inventaron la nación ancestral: una sesgada selección de los pueblos prehispánicos serían desde entonces los antiguos mexicanos, como los llamó Miguel León Portilla, pero también los antiguos chilenos, peruanos o colombianos.
Así, muchas exaltaciones de lo prehispánico son rasgos narcisistas o acomplejados no de una cultura diversa, sino de una versión cerrada de Occidente, obligada a importar su capitalismo y su nacionalismo hasta en las descripciones de su pasado más remoto. De esta manera es que los mayas no fueron una etnia en cuya economía se terminó imponiendo la vida rural, no, se trató de una civilización que «desapareció misteriosamente»; mientras que en Colombia, lo que llamamos los muiscas no fueron una modesta sociedad de agricultores, eran el «tercer imperio de América». Esa exaltación es también contradictoria porque en su formulación, el indígena moderno es el convidado incomodo de un proyecto político que hasta en esa nimiedad lo excluye.
Una tercera falencia es la simplificación de la propia Conquista. Aunque no nos guste, la innegable violencia de ese suceso también revelaría la complejidad política de muchas sociedades prehispánicas. Por ejemplo, al lado de los españoles que se tomaron México-Tenochtitlán, combatían también tlaxcaltecas, totonacas y otomíes sometidos por ese régimen y deseosos de derrotarlo. El conquistador, en ese primer momento es un aliado de los conquistados frente a un enemigo común. De formas parecidas, los conquistadores tomaron partido en varias de las disputas territoriales que existían entre los pueblos americanos: por ejemplo, a la hueste de Jiménez de Quesada se unieron los caciques de Suba y Chía contra el de Bogotá, poco antes de que este último señorío también se apoyara en los españoles para emprender su propia guerra contra los indígenas de la tierra caliente.
Esta complejidad, que trasciende el esquema binario de españoles-indígenas, continuaría al consumarse la presencia europea, cuando el nuevo sistema aprovechó formas de dominación que existían antes de la invasión. El pago de tributo, el sometimiento laboral conocido como mita, los sistemas jerárquicos de privilegios políticos y económicos, la homogeneización religiosa y lingüística, la legitimación de virreyes y algunos encomenderos como sucesores de los monarcas indígenas… en todos esos casos los invasores solo cambiaron la cabeza de las instituciones. De este modo, en varios lugares de América la Conquista fue un revolcón ideológico e institucional, pero de viejas formas de control social o territorial. La innovación hispánica consistió en expandir o generalizar ese modelo en otros territorios y culturas.
Para concluir, más allá de la inevitable reprobación de lo que pasó, es una necedad moralista juzgar con nuestros actuales criterios políticos la violencia hecha hace siglos por responsables hoy ausentes. Por supuesto que es oportuno estudiar la complejidad de esa época, pero como lo explica Howard Zinn en su maravillosa La otra historia de los Estados Unidos, “a largo plazo, el opresor también es víctima; a corto plazo, las víctimas, desesperadas y marcadas por la cultura que les oprime, se ceban en otras víctimas”. Es decir y poniéndolo en nuestra actual realidad histórica: ¿Nos atrevemos a hablarle de exterminio a un colono cocalero del Guaviare? ¿O de saqueo al minero mestizo de Segovia? ¿O de etnocidio al ganadero de Fúquene, hijo de una cultura incapaz de adaptarse en el largo plazo a su medio natural?
De nada nos sirve juzgar el pasado si lo hacemos mediante una ingenua novela de héroes y villanos que jamás ahondará en el legado real de sus hechos. Por ejemplo, hoy disponemos de normas e instituciones que harían inadmisible un genocidio tan devastador como el del siglo XVI ¿Pero cómo evita ese sistema que nuestras propias violencias se sigan perpetrando? Por cierto, la Conquista de América fue la primera de la serie de matanzas que cimentó la actual economía global ¿Nos animamos a controvertir ese modelo del presente con la misma pasión? ¿Realmente en nuestra actual noción de desarrollo existen espacios para preservar la diversidad cultural o los saberes tradicionales?
Otra vez, en este 12 de octubre de 2017, juzgamos la Conquista, una empresa que mostró hasta dónde puede llegar el uso ideológico de la muerte ¿Pero por qué creeremos merecer ese rol de jueces? En Tumaco nos acaban de recordar que ese derecho todavía no nos lo hemos ganado.
Muchas gracias, excelente artículo. Muy buen desarrollo de las objeciones, tan pertinentes.
Me gustaría añadir una cuarta objeción, y es que, desde una perspectiva más amplia en el tiempo, más próxima a dimensiones geológicas, quizás el destino del continente americano ya estaba sellado desde el momento mismo de su poblamiento. La razón, el tiempo que le tomó al hombre poblar toda la tierra desde unos puntos geográficos iniciales, haría que al momento de dar toda la vuelta, se produjera una catástrofe grande, debido a las grandes diferencias producidas por el desarrollo natural de todas las sociedades involucradas, grandes y pequeñas. Desde esa perspectiva, era una catástrofe inevitable.
Un saludo.
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Excelente artículo. Añado, para el caso Mexicano, una novela que quizá podría ser muy provechosa: ‘Muerte súbita’, de Álvaro Enrigue, y que además explora la complejidad de entramados ideológicos que subyacen a los conflictos políticos tanto en Europa como en la recién conquistada América, a través de un curioso fenómeno poco explorado, pero que últimamente está de moda en la historiografía: el juego, concretamente el tenis. Y para el caso Colombiano, recomiendo la confrontación textual (en El Malpensante) que tuvieron William Ospina y Alejandro Gaviria, replicando éste último lo que él mismo ha dado en llamar como ‘romanticismo social’ vs ‘el realismo social’, siendo lo obvio que Ospina participa del primero.
Saludos.
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Gracias por el comentario. Saludo cordial.
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