Ahora que murió el Cacique (1957-2013)

Publicado originalmente para RBMA Radio Panamérika, el 23 de diciembre de 2013.

Tiene ratos muy oscuros el artista en su vivir… (Diomedes Díaz, «La vida del artista», 2013)

Se murió Diomedes Díaz y no es una partida cualquiera. Lo diremos de una vez: murió el cantante más popular de toda la historia musical de Colombia. Así fue porque durante tres décadas sus canciones se oyeron «sin medir distancias»: en el club y en la fonda, en la televisión y en la caseta, en el caserío y la ciudad, en la Costa, en el interior y en la selva. Será muy difícil en el futuro hallar otro artista que despierte tal popularidad en el país.

Y es que a riesgo de recitar los obituarios que hoy cunden en la prensa, Diomedes es irrepetible. Como tantas leyendas de la música latinoamericana, nació en medio de la pobreza. La material, por supuesto, porque la vida lo premió naciendo humilde y lleno de sueños en ese fabuloso corredor de poesía que es el valle del río Cesar. Allí la gente conoció hace cuatro décadas a un joven emprendedor que traía desde su pueblo la obsesión por hacerse cantante vallenato.

Sin formación musical (de hecho apenas con tercero de primaria cursado) y sin acordeón, presentaba unas credenciales que antes que ser una desventaja, terminarían revolucionando el género. Sí, ya que con Diomedes y Rafael Orozco, se crearía en los años setenta el dueto cantante-acordeonero sobre el cual el vallenato sería el género musical más escuchado de Colombia.

Y ahí, en el momento justo, apareció su más exitoso estandarte, el máximo ídolo hasta su reciente muerte. Hecho el sueño, vendrían los éxitos, las canciones que a fuerza de sonar a diario fueron aprendidas de memoria por casi todo un país; vendrían la gloria y la riqueza; vendrían la generosidad, el buen humor y el cariño de un público; vendrían también el desastre, los escándalos, la clandestinidad; vendría la controversia. Vendría en resumen una fama imparable acompañada de un controvertido lado oscuro: su adicción a las drogas evidenciada tantas veces en tarima; una incierta cifra de amantes e hijos; su papel todavía discutido en la muerte de una fanática; la tolerancia de buena parte del público mientras estuvo prófugo; el riesgo de una fama en la que se cobijaron políticos, mafiosos, paramilitares y guerrilleros (algunos de los cuales recibieron dedicatorias en conciertos o canciones).

En fin, el popularísimo Diomedes se convirtió a fuerza de su prestigio en el portador de una aterradora dualidad, la cual cuesta mucho describir ahora que está muerto. Fue un hombre machista, disparatado, megalómano, autor de frases viles registradas en vivo, un tipo peligroso a juicio de sus escándalos; pero también fue un hombre hecho admirablemente a pulso, profundamente sensible, enamoradizo, alegre tal como registran esos mismos conciertos, generoso según anécdotas. Fue alguien capaz de crear una gigantesca comunidad de devotos tan agradecida como enceguecida; fue el dueño de un camerino donde por igual cabían la Virgen del Carmen y la cocaína, los amigos entrañables y el irresponsable polvo de turno. Y todo eso, a fin de cuentas, explica su fama, porque Diomedes fue el reflejo de un país que trascurre a su imagen y semejanza: aterrador y sorprendente, creador de violencia y de arte, tolerante con el mal y agradecido con el bien. Diomedes fue el país, sin que eso sea un elogio ni una vergüenza.

Se murió Diomedes y no es una partida cualquiera. Lo diremos de una vez, con todo lo trágico o discutible que signifique hacerlo: se murió el más representativo de los colombianos.

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