Publicado originalmente en RBMA Radio Panamérika, el 12 de julio de 2011.
El popular Joe Arroyo se encuentra recluido desde el pasado 27 de junio en un hospital de Barranquilla, Colombia, a causa de una falla multiorgánica. Desde Panamérika expresamos nuestra solidaridad con tan gran artista en este momento tan difícil y le rendimos un homenaje con un breve perfil que lo recuerda.
Su historia es la historia de un humilde hijo del barrio que desde su adolescencia se convirtió en uno de los principales ídolos de la música latinoamericana. Álvaro José Arroyo nació en Cartagena en 1955 y creció en el popular barrio Antonio Nariño, uno de los tantos refugios de las comunidades afrodescendientes que poco después darían origen a la champeta. En la histórica ciudad desde niño cantaba en tiendas de música bailable, burdeles y en el coro de una escuela católica.
Por los años de su niñez, a la cumbia y las danzas tradicionales del Caribe colombiano, se sumaban los sonidos antillanos que llegaban desde Nueva York de la mano de Johnny Pacheco, Richie Ray y Joe Cuba. Rápido nuestro Joe cantó e integro los sonidos de su tierra con la salsa, el hermano género de moda. Próximo a cumplir 17 años, en 1972, ya se hacía llamar Joe Arroyo y cantaba en fiestas populares junto con la orquesta La Protesta.
En una de esas fue descubierto por el gran Julio Ernesto Estrada, “Fruko” –ex Corraleros de Majagual–, quien lo vinculó a la nómina del prestigioso sello Discos Fuentes, donde contribuiría al despegue de la salsa colombiana. Allí se haría gigante cantando “La cara de payaso” (1972), “El ausente” (1973), “El cocinero mayor” (1978), “Tania” (1974) y “El caminante” (1974), al lado de Fruko y sus Tesos y las dos últimas de su autoría; sumados a “Patrona de los reclusos” (1976) y “Las cabañuelas” (1979) con The Latin Brothers. Los años ochenta serían los del difícil despegue del Joe dirigiendo su propio proyecto musical, aunque fuertes recaídas de salud producto de los excesos prolongaron ese sueño.
De los rumores se saltó al morboso error de anunciar su muerte por la radio en 1983. Reestablecido, apareció con su agrupación La Verdad, nombre que respondía a aquellos detractores que no lo creían ver al frente de una orquesta. Un mainstream salsero en mayoritaria crisis creativa respiraría tranquilo con éxitos como “Mary” (1987), “La rebelión” (1987), “Echao pa’lante” (1988), “La noche” (1989), “A mi Dios todo le debo” (1989) y «La guerra de los callados» (1992), todas composiciones suyas.
Pero más allá de la salsa, La Verdad era un complejo laboratorio de ritmos caribeños: cumbia, bullerengue, son montuno, champeta y el experimental joesón, creaban en clave colombiana unas canciones dedicadas tanto a la alegría como a la histórica opresión del pueblo afrodescendiente. Así sus temas se complementaban con el diálogo ancestral propuesto en grabaciones como “Yamulemau” (1988), del gambiano Laba Soseh, y “El centurión de la noche” (1990) de Ángela González, madre del artista.
Cada vez más compleja, esa insistencia se hacía evidente en sus últimos éxitos cada vez más alejados de la salsa: “Te quiero más” (1991), “Tal para cual” (1996), “Mosaico lo de la Chula” (1999) y “La tortuga” (2000). Lo bueno y lo malo de su prematura grandeza le ha pasado cuenta de cobro en la última década. Tragedias familiares y graves recaídas de salud contrastan con merecidos homenajes que incluyen una histórica aparición en Rolling Stone o presentaciones con la Filarmónica de Bogotá.
Y aunque menos explícitos, los homenajes no paran al amparo del excelente momento por el que han pasado tantos músicos colombianos en los últimos años: el legado del Joe se ve en el rock colombianizado de El Bloque, el relevo discotequero de Bomba Estéreo, las profundas investigaciones del Frente Cumbiero o hasta en el ingenuo pop de Juanes. Ahí está el Joe, vivo, como vivo lo queremos, como vivo le expresamos nuestra gratitud.